“Hija, ¿por qué no te compras una cámara profesional?” me
preguntó madre hoy en la mañana al verme refunfuñando por las malas fotos que
le tomé a la última maqueta. Me quedé pensando: en verdad no es culpa de la
resolución o de los pixeles que tenga la cámara de mi celular, la culpa la tuve
yo al sacar malos ángulos. Por primera vez pensé en lo importante de una foto
que muestra todo y que no muestra nada. Me dio rabia porque de espacio
proyectado no enseñaba nada, ni siquiera lo importante que quería valorizar.
Yo puedo argumentar que tenía sueño, falta de lucidez mental
típica que ocurre después de comisión, no lo sé. Encarar elementos como
arquitectura y fotografía después de una experiencia traumática y psicótica
(una entrega final después de un paro de 2 meses) se me hizo difícil. Cuando
debiese ser lo contrario.
Cuando la gente decía que una imagen te podía robar el alma
para mí eso no está tan alejado de la realidad. Las fotos al igual que la
arquitectura debiese capturar la esencia del lugar retratado. Así como cuando
yo tomo fotografías del terreno a intervenir es porque intento capturar el
alma, esa cosa etérea con la cual un arquitecto quiere trabajar. Como dice
German del Sol “a los arquitectos no nos corresponde decidir qué vamos a hacer”;
es el emplazamiento mismo el que te dice qué hacer, qué solucionar, qué extremar,
qué valorizar, qué rescatar.
Me di cuenta que no sé sacar fotos, y aunque le
ponga los diez mil filtros que tiene Instagramtm para volver tu
captura un poco más súper loca y moderna la verdad es que nunca reemplazará a
esa única toma que lo muestra todo tal cual yo quiero: Una única imagen que
denote el alma.
Mejor vuelvo a croquiar y rayar para mostrar ese leguaje lirico
del proyecto. O un curso de fotografía.